viernes, 10 de agosto de 2012

Desaprender el miedo

Despedir a los días. Despedir cada cosa que se agota, que carcome tus márgenes y a veces te golpea en las costillas. Despedir lo que cae entre los ojos y te llena de agua o de granizo. Despedir lo que no tiene hueco, como la ropa colocada en una silla o un horizonte fugaz y anaranjado justo antes de caer la noche lentamente. Lo que no tiene hueco es sólo un recordatorio cruel: antes hubo un espacio que sí estuvo lleno con lo que hoy rechazas. Estar desposeído de lo que ya viviste no es una cosa fácil, decías en esas escasas ocasiones en las que rememorabas el paso de otras amantes por tu vida o algún episodio especialmente significativo o doloroso para ti.

Estar desposeída, me repito justo ahora; y me doy cuenta de que algunas veces necesito asirme a palabras tibias, alejar un instante la necesidad, lo imperioso, empeñarme durante un segundo en decir adiós sin emitir ningún sonido, sin agachar la vista y sin tocar otra vez la cicatriz. Como si el daño o el recuerdo fueran tan solo el peso leve de una pluma.