"Como una niña de tiza rosada en un muro muy viejo súbitamente borrada por la lluvia."
A.Pizarnik
Es primavera, pero desde una
terraza con vistas a una calle sin asfaltar.
Eso quiere decir que el horizonte ya no pende de alguna higuera o de
enormes matas de girasoles. En Madrid el sol no se asemeja al de Castilla pero
se afana en reflejarse furiosamente sobre las cuerdas metálicas de tender la
ropa y, a veces, te permite observar de modo nítido a un niño que lleva entre
los brazos un balón negro y refunfuña su deseo de continuar el partido aun
cuando la noche ha dejado de ser una invitación. En ese momento se escuchan las
dos palabras que preceden al silencio y las almohadas: “¡A cenar!”.
A veces recuerdas que en casa tenías
una ardilla. Podías lanzar debajo de la mesa restos de pan o algún garbanzo
negro (de esos de la suerte, cuánto te repugnaba su color de encías podridas),
podías jugar con aquella bola castaña de dientes finos como las extremidades de
los perros que acompañaban a papá en aquellas jornadas –incomprensibles para
todos sus vástagos- de rifles, madrigueras y vallas metálicas. También la
memoria se queda para sí otros momentos vivos como rabos de lagartija: eres capaz
de verte agarrada a una mano morena y nervuda recorriendo puestos cualquier mañana de domingo en el Rastro, de
rescatar por un momento los colores, las voces lanzadas desde lenguas
indescifrables, las monedas de duro y el cansancio elevando la planta de tus
pies. Tomar el autobús era una hazaña que relatarías orgullosa a tus amigos al
día siguiente en el colegio, continuamente intentabas hilar explicaciones fantásticas
y episodios de cuento, tenías siempre una nueva historia colgando de aquellas
trenzas rubias y apretadas. A la hora de la siesta la imaginación era un bote encallado
en lugares que no te apetecía explorar y preferías quedarte dormida sin ni
siquiera haberte desvestido, ya vendrían a ocuparse de ello otras manos que
entendieran mejor de rutinas, pautas o listas de la compra.
Una tarta elegida por ti en una
pastelería cercana a vuestro portal presidía la mesa, sobre ella se podían
contar siete velas y varias trufas de chocolate puro. Sabías que si lograbas
apagarlas todas una algarabía de voces cantaría una canción para ti; con mucha
suerte también podrías ver próximamente un deseo cumplido. Había cajas que
contenían sorpresas bajo el papel de regalo. Aquel momento parece suceder aquí,
de nuevo: un niño más pequeño que tú llora mientras sostienes entre las comisuras una especie de arcoíris vuelto;
la sonrisa es, junto al juguete que aprietas entre las manos, un estandarte de
victoria sobre nadie en especial, pero ni siquiera los globos que estallan a
destiempo van a lograr desdibujarla...