domingo, 29 de abril de 2012

Apagamos las manos

"Apagamos las manos. Dejamos encima del mar marchitarse la luna
y nos pusimos a andar por la tierra cumplida de sombra.
Ahora ya es tarde. Las albas vendrán a ofrecernos sus húmedas flores.
Ciegos iremos. Callados iremos, mirando algo nuestro que escapa
hacia su patria remota.
(Nuestro espíritu debe de ser, que cabalga
sobre las olas.)

Ahora ya es tarde. Apagamos las manos felices
y nos ponemos a andar por la tierra cumplida de sombra.
Hemos caído en un pozo que ahoga los sueños.
Hemos sentido la boca glacial de la muerte tocar nuestra boca.

Antes, entonces, con qué gozo ardiente,
con qué prodigioso encenderse de aurora
modelamos en nieblas efímeras, en pasto de brisas ligeras,
nuestra cálida hora.
Y cómo apretamos las ubres calientes. Y cómo era hermoso
pensar que no había ni ayer, ni mañana, ni historia.

Ahora ya es tarde; apagamos las manos felices
y nos ponemos a andar por la tierra cumplida de sombra.
Cómo errar por los años, como astros gemelos, sin fuego,
como astros sin luz que se ignoran.
Cómo andar, sin nostalgia, el camino, soñando dos sueños distintos
mientras en torno el amor se desploma.

Ahora ya es tarde. Sabemos. Pensamos. (Buscábamos almas.)
Ahora sabemos que el alma no es piedra ni flor que se toca.
Como astros gemelos y ajenos pasamos, sabiendo
que el alma se niega si el cuerpo se niega.
Que nunca se logra si el cuerpo se logra.

Dejamos encima del mar marchitarse la luna.
Cómo errar, por los años, sin gloria.
Cómo aceptar que las almas son vagos ensueños
que en sueños tan sólo se dan, y despiertos se borran.
Qué consuelo ha de haber, si lograr una gota de un alma
es pretender apresar el latir de la tierra, desnuda y redonda.

 
Estamos despiertos. Sabemos. Como astros soberbios, caídos,
sentimos la boca glacial de la muerte tocar nuestra boca".

José Hierro.

viernes, 27 de abril de 2012

Caminar sobre la impermanencia I: retorno

Apenas llevaba dos semanas allí y ya se había acostumbrado a los días soleados y los minutos transcurridos con cuentagotas. Jamás encontraba una razón convincente cuando alguno de los vecinos le preguntaba de manera amable qué le había traído de vuelta a aquella casa vacía. Hacía años, en torno a quince, que no pasaba más de dos horas seguidas en aquel lugar: lo justo para comer pronto y no encontrarse con un atasco de camino a la capital el Día de los Santos, rememorar algunos recuerdos (“cuatro esquinitas tiene mi cama, cuatro angelitos que la acompañan” era siempre el más recurrente, así concluían los días de verano junto a la abuela) y abrir y cerrar los cajones en busca de fotografías, algún atuendo extravagante o un libro viejo al que el paso del tiempo le hubiera reportado una textura rugosa y un olor a polvo y humedad.

Es cierto que no estaba armada de ninguna respuesta concluyente ante ese interrogante, había decidido ir allí para estar calmada y poder dedicar el mes de Junio a escribir, engancharse a algunos relatos que llevaban meses resignados en las estanterías y tener tiempo para asumir todos los cambios que aquel año le había traído en forma de un bofetón tras otro. Esa era más o menos, salvando el último inciso, la excusa oficial, no sólo para los demás, ella misma se la repetía una y otra vez a fin de darla consistencia; sin embargo, cada vez se hacía más evidente que el motivo que le había acercado de nuevo a ese pequeño pueblo, al que poco le unía ya después de tantos años, tenía forma de capítulo inconcluso, de baúl que se cierra de modo intempestivo cuando se oyen los pasos de tu madre en la escalera y temes enfrentarte a sus ojos inquisitivos, a su capacidad de inmiscuirse en cada uno de los compartimentos que preferirías no exponer al juicio de nadie más. 

No podía dar con las palabras exactas, pero le gustaba llamarlo la ruta de la nieve, a menudo se trataba de eso, de caminar sobre la impermanencia. Sin embargo, también se ajustaba a otras muchas acepciones: la estación arrasada por el granizo, los orinales, el olivo estremeciéndose junto a todas las manos que habían golpeado entre sus ramas, el regreso a las rodillas del hombre con la espalda ennegrecida de tanta claridad.

L.G

viernes, 13 de abril de 2012

Hagan el favor de no sentarse demasiado juntos

"¡Y si después de tantas palabras no sobrevive la palabra!"
César Vallejo

                                              Ilustración de Mafalda, Quino


Cuando Ítaca es el equilibrio todo pasa por esa inmovilidad absurda que teme lo que nunca ha experimentado, repudia los trazos que se salen de la cuartillla -volvamos al Jardín de Infancia- y pretende poner el chupete a adultos que mucho antes ya habían percibido que lo que se erigía sobre sus hombros era infinitamente más peligroso para los gendarmes trajeados y respetables (aunque, a decir verdad, casi siempre más de lo primero que de lo segundo) que cualquier cosa que pudieran cargar entre las manos.

Ellos dicen que lo urgente prima sobre lo esencial, que debe arrastrarse cuanto antes la suciedad debajo del sillón -aunque el hedor nos impida permanecer allí dos días después- pues sería deshonroso que apareciera la vecina pudiente o aquel otro inquilino bajito y exaltado y se percataran de que la basura de este juego que se entretiene en diseñar maneras de acrecentar el abismo entre personas y personas, que especula con dígitos y confirma la justicia del injusto, está transformando en azufre lo que antes era respirable. Precisamete lo fue no porque la naturaleza lo hubiera dispuesto así en un alarde de esplendorosa bondad, no hay duda de que los derechos se reciben tras muchos deberes y, sin embargo, ellos consideran que ya es hora de tirar nuestro cuadernillo a la basura e iniciar la concatenación de reprimendas y oprobios: todo es violencia si no se ajusta al equilibrio de retinas vacías.

LG.



sábado, 7 de abril de 2012

Noire. O de cómo estallan los perfumes contra el suelo.

"Negra leche del alba te bebemos de noche
te bebemos al mediodía y la mañana y al atardecer
           bebemos y bebemos
un hombre habita en la casa tus cabellos de oro Margarete
tus cabellos de ceniza Sulamita él juega con las serpientes (...)"

Paul Célan







  

  



Fotografía de John Gutmann


Me da miedo atenuar las ojeras del mundo,
ordeñarle las ubres desde su leche negra. 
                                                        
LG.