viernes, 28 de diciembre de 2012

Imaginar hasta la risa

No suele suceder muy a menudo, pero de vez en cuando me da por reflexionar sobre un tema de esos que en la actualidad rigen la agenda informativa de todos los medios, el tema de los temas, que diría mi redundante amigo Nacho. Pujando con el devenir de la crisis, este asunto abre los telediarios desde hace más de dos semanas -incluso se ha observado un incremento notable en los índices de venta de prensa escrita desde que saliera a la luz, apuntan los expertos-. Porque, ¿quién coño no se ha preguntado a lo largo de estos últimos días si la frente de Dickens estaba surcada de arrugas (como uno de esos troncos bellísimamente retorcidos) o permaneció, como parecen concluir las últimas informaciones, lisa durante su longeva vida? 

He de reconocer que la primera vez que oí lanzar esta pregunta a los espectadores, en un telediario matutino, me dio un ataque de risa tan incontrolable que casi se me cae la taza de las manos. Al tratar de apoyarla rápidamente sobre la mesa para alcanzar el mando, a fin de poder subir cuanto antes el volumen de la televisión y reírme un poquito más a gusto, hice añicos las cuatro galletas del desayuno. Era tal el estado de excitación en el que me encontraba que dije dirigiéndome a ellas: haber elegido un lugar más seguro, listillas. Tras ello, estuve más de diez minutos pegada a la pantalla, sintiendo aflorar en mí un sentimiento de culpabilidad y vergüenza. Había leído con un rigor casi científico un buen número del grueso de sus obras, ¿cómo era posible que jamás me hubiera formulado tan trascendental pregunta?.

Un sudor repentino comenzó a resbalarme por las manos. Me torturaba pensar que la frente de un escritor de la genialidad de Dickens mantuviera un aspecto imperturbable, desligado del fluir del tiempo... tan similar a la expresión insípida de quien abre un regalo que no le emociona. La frente de una cabeza que verdaderamente podamos calificar como pensante no debería dejar de ser nunca una especie de sábana santa, el lugar en el que reposan marcas indelebles, como un señuelo vagamente comprensible o un inciso en la trayectoria de la vida.

Creo que he llegado a un límite de excitación respecto a este asunto bastante sospechoso en términos de equilibrio emocional (ay siglo XXI, tu obsesión por la medida es algo que considero tan, tan aborrecible...); quizá deba dejarlo a un lado hasta nuevo aviso. 

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