lunes, 21 de enero de 2013



"And I showed my body to the sea again.
And I laughed at her for being so cruel.
And I left these broken bottles, and empty corridors.
And I walked right on through.
And I never, I never dream of you.
Oh, honey, I never, I never dream of you".


Al menos hasta donde me alcanzaba la vista, no solía haber nadie más en la playa pasadas las siete, a excepción de una pareja de ancianos que paseaba algunas tardes por allí con un niño de apenas dos años, rubio y menudo, rozándoles los talones. Andaba dubitativo, con pasitos cortos y escasamente decididos que solían acabar en tropiezo, pero se mantenía firme y rebosante de asombro cuando miraba al mar. Me descansaba observarle, tenía el pelo enmarañado por la brisa y parecía debatirse entre una alegría intensa y cierto terror casi imperceptible a medida que se acercaba a la orilla. Sus abuelos se situaban detrás de él, sonreían y esperaban a que el el niño les pidiera un helado -el desenlace siempre era ese-; para lo cual tenían que abandonar la playa y acercarse a un pequeño quiosco regentado por una joven argentina que, a fuerza de repetición y costumbre, sabía perfectamente cuál sería su elección y se apresuraba a preparar dos batidos de chocolate y un cono de fresa nada más les observaba aproximarse.

Además de eso y de unos cuantos elementos rutinarios, de aquel verano recuerdo principalmente las dudas, la llovizna suave y constante que caía sobre las aceras del pueblo por las noches, un paisaje nebuloso y abúlico y las noticias que llegaban desde Madrid, en su mayor parte edulcoradas -para evitarme sufrimientos, según me dijeron más tarde-. También la sensación de estar continuamente esperando un desenlace que podía llegar a ser devastador. Siempre llevaba conmigo una libreta pequeña y de hojas cuadriculadas, que sostenía sobre los muslos si decidía sentarme a observar, lo cual sucedía bastante a menudo. Creo que era un modo de poner orden, como si necesitara una parcela de control absolutamente mía, un espacio ileso. Quizá por ese motivo me enfurecía tanto que se levantara de cuando en cuando aquel viento caprichoso e imprevisible, capaz de pasar por mí las páginas del cuaderno sin previo aviso. En cierto modo, no era únicamente aquello lo que me obligaba a retroceder una y otra vez, pero se erigía como un símbolo fácilmente identificable de todos mis pasos en falso. Violar una frontera es más sencillo que reponer un cuerpo, las preguntas de un cuerpo -escribí en la primera de las hojas-. 

3 comentarios:

  1. Mi abuela no me llevaba a heladerías pero llenaba (y aún llena) el tercer cajón del congelador con los helados favoritos de sus muchos nietos. Mi abuelo contribuía a vaciarlo.
    Ahora se vacía más despacio...

    Me encanta la parte de la libreta. Me regalaron una preciosa cuando tenía 12 años. Sigue en blanco. "Creo que era un modo de poner orden, como si necesitara una parcela de control absolutamente mía, un espacio ileso." Quizás se deba a mi naturaleza desordenada, o al miedo que me produce manchar sus entrañas con tinta. Las palabras se las lleva en viento, pero los escritos son testigos de nuestra historia. Lo que se escribe permanece y eso, a mi, me asusta un poco.
    ;)

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  2. Ese primer párrafo podría ser un inicio precioso para una nueva entrada en tu blog ;) A perder el miedo entonces, que suficiente desorden hay ahí fuera y, como tú dices, aquí dentro, como para no permitirnos el lujo de expresarnos libremente.
    Un beso grande, Andrea.

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  3. "Ese primer párrafo podría ser un inicio precioso para una nueva entrada en tu blog ;)"

    http://reveilletasourire.blogspot.com.es/

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