domingo, 21 de abril de 2013



Cinco meses más tarde y casi sin quererlo, me sorprendo recordando a aquel turista que fijó sus ojos en mí un segundo antes de subir al vagón número seis. Mi única intención es sosegar el recuerdo punzante de esos dos niños con la cara sucia de carbón o de polvo, arrastrando por las vías de tren una confusión de toses y manos diminutas. En un banco cercano se hallaba un hombre esperando recibir las monedas que nacen de la mendicidad, golpeaba el futuro de esos niños, como quien limpia con violencia los restos de arena en una toalla, consciente de que jamás nadie iba a pronunciar una palabra en contra. Posiblemente fuera su padre. En cualquier parte, existe siempre la hiena que disfruta gustosamente de la porción que se le brinde, por mísera y vergonzosa que ésta sea.

La estación se había edificado al descubierto y hacía frío esa mañana -todo el viaje fue un sentirse desnudo, catorce días con la piel no cubierta por las telas que, sin embargo, mitigaban el temblor de los huesos astillados imperceptiblemente-. Nuestro cuerpos pulcros, el olor a limpieza, la suavidad de un pelo cien veces cepillado, se erigían como un signo de traición. La voracidad de sentido apenas existía allí. Todo era prontitud, celeridad, la consecución de un minuto más en el que extender las manos y volver a escuchar el sonido del metal, la recompensa, la única manera de evitar un futuro concierto de gritos y de golpes. También desconocían aquellos dos rostros infantiles de qué modo mendiga el corazón del hombre, de cualquier hombre, del hombre que desea poseer y de ese otro hombre que confunde sus lágrimas en la lluvia. 





Fotografías de Alfredo Gómez 

No hay comentarios:

Publicar un comentario