En las ciudades nuevas aún no sabes qué baldosín bien valdría
un esguince. No conoces las calles, ni las líneas de autobús, ni dónde sería
mejor no adentrarse si tu seguridad es tu primer principio. No conoces las
cafeterías donde vale la pena detenerse ni los bares que te robarán algunas
horas más de las que imaginaste. Ningún espacio te recuerda a nada en especial,
quizá algún monumento, una plaza, una fuente, algún vestido con demasiado vuelo;
pero aquí no olvidaste nada, aquí nadie te hizo apretar las muelas de rabia o
de alegría. Nadie te rozó el hombro para
decirte que habías olvidado tu paraguas en el perchero de la facultad ni te
dio los buenos días con una convicción tal que de inmediato lo fueron.
Desconoces la exactitud con
que los jardineros recogen las ramas y las colillas, la frecuencia con que un
conductor aprieta enfurecido el claxon. Aún no has probado el plato que te hará
asidua a un restaurante ni el súper donde ajustarás una y mil veces la lista de
la compra cuando gula y bolsillo no hagan migas.
Tampoco sabes nada sobre los afectos. Ni las normas sociales que
establecen cómo se debe saludar, qué número de besos marca el protocolo o con
qué intensidad debe uno apretar la mano que le tienden. Ahora sólo conoces una
cosa: qué atardecer fue el primero en llenarte los ojos de posibles.
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