viernes, 27 de abril de 2012

Caminar sobre la impermanencia I: retorno

Apenas llevaba dos semanas allí y ya se había acostumbrado a los días soleados y los minutos transcurridos con cuentagotas. Jamás encontraba una razón convincente cuando alguno de los vecinos le preguntaba de manera amable qué le había traído de vuelta a aquella casa vacía. Hacía años, en torno a quince, que no pasaba más de dos horas seguidas en aquel lugar: lo justo para comer pronto y no encontrarse con un atasco de camino a la capital el Día de los Santos, rememorar algunos recuerdos (“cuatro esquinitas tiene mi cama, cuatro angelitos que la acompañan” era siempre el más recurrente, así concluían los días de verano junto a la abuela) y abrir y cerrar los cajones en busca de fotografías, algún atuendo extravagante o un libro viejo al que el paso del tiempo le hubiera reportado una textura rugosa y un olor a polvo y humedad.

Es cierto que no estaba armada de ninguna respuesta concluyente ante ese interrogante, había decidido ir allí para estar calmada y poder dedicar el mes de Junio a escribir, engancharse a algunos relatos que llevaban meses resignados en las estanterías y tener tiempo para asumir todos los cambios que aquel año le había traído en forma de un bofetón tras otro. Esa era más o menos, salvando el último inciso, la excusa oficial, no sólo para los demás, ella misma se la repetía una y otra vez a fin de darla consistencia; sin embargo, cada vez se hacía más evidente que el motivo que le había acercado de nuevo a ese pequeño pueblo, al que poco le unía ya después de tantos años, tenía forma de capítulo inconcluso, de baúl que se cierra de modo intempestivo cuando se oyen los pasos de tu madre en la escalera y temes enfrentarte a sus ojos inquisitivos, a su capacidad de inmiscuirse en cada uno de los compartimentos que preferirías no exponer al juicio de nadie más. 

No podía dar con las palabras exactas, pero le gustaba llamarlo la ruta de la nieve, a menudo se trataba de eso, de caminar sobre la impermanencia. Sin embargo, también se ajustaba a otras muchas acepciones: la estación arrasada por el granizo, los orinales, el olivo estremeciéndose junto a todas las manos que habían golpeado entre sus ramas, el regreso a las rodillas del hombre con la espalda ennegrecida de tanta claridad.

L.G

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