Apenas llevaba dos semanas allí
y ya se había acostumbrado a los días soleados y los minutos transcurridos con
cuentagotas. Jamás encontraba una razón convincente cuando alguno de los
vecinos le preguntaba de manera amable qué le había traído de vuelta a aquella casa
vacía. Hacía años, en torno a quince,
que no pasaba más de dos horas seguidas en aquel lugar: lo justo para comer
pronto y no encontrarse con un atasco de camino a la capital el Día de los Santos, rememorar algunos recuerdos (“cuatro esquinitas tiene mi cama, cuatro
angelitos que la acompañan” era siempre el más recurrente, así concluían los días
de verano junto a la abuela) y abrir y cerrar los cajones en busca de fotografías,
algún atuendo extravagante o un libro viejo al que el paso del tiempo le hubiera
reportado una textura rugosa y un olor a polvo y humedad.
Es cierto que no estaba armada de
ninguna respuesta concluyente ante ese interrogante, había decidido ir allí
para estar calmada y poder dedicar el mes de Junio a escribir, engancharse a algunos relatos que llevaban meses resignados en las estanterías y tener tiempo para asumir todos los cambios que
aquel año le había traído en forma de un bofetón tras otro. Esa era más o
menos, salvando el último inciso, la excusa oficial, no sólo para los demás,
ella misma se la repetía una y otra vez a fin de darla consistencia; sin
embargo, cada vez se hacía más evidente que el motivo que le había acercado de
nuevo a ese pequeño pueblo, al que poco le unía ya después de tantos años, tenía
forma de capítulo inconcluso, de baúl que se cierra de modo intempestivo
cuando se oyen los pasos de tu madre en la escalera y temes enfrentarte a sus
ojos inquisitivos, a su capacidad de inmiscuirse en cada
uno de los compartimentos que preferirías no exponer al juicio de nadie más.
No podía dar con las palabras exactas, pero le gustaba llamarlo la ruta de la nieve, a menudo se trataba de eso, de caminar sobre la impermanencia. Sin embargo, también se ajustaba a otras muchas acepciones: la estación arrasada por el granizo, los orinales, el olivo estremeciéndose junto a todas las manos que habían golpeado entre sus ramas, el regreso a las rodillas del hombre con la espalda ennegrecida de tanta claridad.
No podía dar con las palabras exactas, pero le gustaba llamarlo la ruta de la nieve, a menudo se trataba de eso, de caminar sobre la impermanencia. Sin embargo, también se ajustaba a otras muchas acepciones: la estación arrasada por el granizo, los orinales, el olivo estremeciéndose junto a todas las manos que habían golpeado entre sus ramas, el regreso a las rodillas del hombre con la espalda ennegrecida de tanta claridad.
L.G
La continua transformación.
ResponderEliminarY la continiua búsqueda...
ResponderEliminar...de ser más y feliz.
ResponderEliminar