lunes, 17 de septiembre de 2012

Nadie salvó y nadie estuvo a salvo

La fe en sus manos se partirá en dos.
Dylan Thomas

Soy yo, Casandra,
y esta es mi ciudad bajo las cenizas.
Wyslawa Symborska

Más a menudo de lo que desearíamos las personas se salen del boceto que les habíamos asignado. O del boceto que ellas mismas habían ido trazando para entregárnoslo un día, temblorosas y cómplices, bajo la promesa no expresada de adorar  sin fiebre, con honestidad, lo compartido, de preservar de la astucia de los años lo digno de ser reconstruido en la memoria. 

Al final, lo poco o mucho digno de preservarse lo suele portar uno solo entre las manos, porque cuando el agua se agolpa entre el espacio que va desde tus hombros a la punta de tus pies únicamente hay un cuaderno al borde de la cama y nadie ha llegado para poner las palabras indecibles en tu boca, nadie salvó y ninguna vivencia ha quedado redimida. Sobre la celulosa, la caligrafía es tenue como la de un párvulo, dos metros más allá, dentro del cuerpo que supones tuyo -porque así debe ser y porque algo debía contener esta interrogación de lunes-, la confianza es un avión de papel cuadriculado reducido a masilla tras descender a un charco. Prefieres observar, levemente escondida tras un estor, cómo la estrecha callejuela a la que da la cocina se llena de viandantes, de humo, palmas sudorosas, historias que imaginas frágiles, plenas, con pulso de certezas perdurables y copas que no estallan por la incomprensión sino por lo incontenible. 

Aunque no puedas obviar que siempre hay un poco de sangre coagulada entre aquella otra que brota a borbotones, un poco de dolor debajo del umbral de lo que fluye, la visión de la acera te devuelve a los días en que creer era algo más que abrir carpetas de fotografías antiguas en el PC e intentar reafirmarte, sin ningún atisbo de seguridad y escasa convicción, en eso de que lo valioso es capaz de trascender el mísero reflejo de lo traicionado. 


E. Hopper

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