Todos estos hombres:
caparazón de tortuga,
dedos atusando un cabello
que es casi un testimonio,
apenas un puñado de mechones
en una inmensa bóveda craneal.
Gestos obscenos y besos tibios.
Todas estas mujeres:
iris ansiosos escrutando
una cesta de flores,
estirando la falda y la falta.
Aséptico el pecho
que no pronuncia
nunca la caricia.
(Aquí los cuerpos observan el reloj:
unos querrían aminorar su marcha,
otros volarlo por los aires).
Entre las luces de neón solo brillan
tachuelas y disfraces,
algunas risas son canciones fúnebres
y ni los estropajos desquitan
el olor culpable de las habitaciones.
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