jueves, 21 de febrero de 2013

                                                             Fotografía de Alfredo Gómez Pérez

i. El mundo está hecho de oquedades. Cuando eras niña cuidaste de una paloma moribunda, agonizó durante dos días y tú la llevabas de un lado a otro en una bolsa de bebés llena de compartimentos para guardar cremas, biberones, toallitas húmedas. Metiste allí un frasco de agua oxigenada, el mismo que usaba mamá para limpiar las heridas que solían acompañar a las tardes de libertad junto a tus compañeros en el parque más cercano a la escuela. Los rasguños se habían convertido casi en un símbolo de victoria, debías ser valiente para deslizarte una y otra vez por aquella superficie ascendente a la que sólo podías acceder sujetándote a una cuerda roja y áspera que te despellejaba las palmas de las manos. Quien conseguía llegar arriba podía observar los cuerpos -notablemente más pequeños y achatados- de los demás niños, recibir su mirada de admiración o de envidia mal disimulada. Pero también podía, y esto era lo más importante, disfrutar de la respiración entrecortada que sigue al esfuerzo, palpar el temor, la implosión de sensaciones incapaces de ser desligadas, y doblegarse ante la consciencia de que aun cuando la alegría no lograra nunca ser plena, bastaba. 

ii. Fue tu padre quien te entregó a aquel pequeño animal a quien acariciabas cuando nadie podía verte, escondida bajo el escritorio o junto a los contadores comunales situados junto al ascensor. Solías repetir para ella, a modo de salmo, palabras cálidas y a veces inverosímiles: "pronto te vas a poner buena","verás como es sólo sangre", "ahora iremos a buscar una bufanda, hace mucho frío para que salgas así y no quiero que te pongas peor", "no tienes que estar triste, la sangre es del mismo color que las fresas y jamás nadie ha muerto por comer una fresa".

iii. Nunca la viste cerrar aquellos ojos fijos, el esqueleto que la soportaba te cabía en una sola mano y entre las plumas se escondía un hueco circular, que terminaba a apenas dos centímetros de profundidad en un amasijo de nervios, plomo y sangre seca (entonces no lo sabías pero una sola oquedad es suficiente para lacerar el pulso de cualquier bestia y de cualquier hombre y la diferencia entre ambos a veces es tan tenue que concluye tan sólo en el lenguaje). Un tambor le latía débil bajo la piel, intentabas tocar al mismo tiempo su corazón y el tuyo, como si fuera posible traspasarle un poco de aquel ritmo febril a través de las yemas de los dedos. Te avergonzaba oír el bombear de tu sangre tan nítidamente, cuando para escuchar su pulso debías apoyar la cabeza sobre su cuerpo o disponer las manos a su alrededor del mismo modo en que uno sujeta una pelota de tenis. 

iv. Decidiste llamarle Nieve aunque desconocías qué era verdaderamente aquello, jamás había nevado en tu ciudad. Debías contentarte con la fascinación de ver aquella claridad tan intensa -que según decían casi hería la vista- en tus series preferidas y en algún telediario. Te pareció que entornaba los ojos al escuchar aquel nombre y un regocijo cómplice te llevó a repetir una y otra vez aquella palabra y a pronunciar también dos o tres veces tu nombre muy lentamente, esperando que algún sonido similar a esas dos sílabas saliera de su pico. Resta decir que la espera no dio ningún fruto pero eso no mermó un ápice tus esperanzas, quizá mañana se acuerde, musitabas.   

v. Dos días más tarde, cuando a la vuelta del colegio corriste a dejar la mochila sobre la mesa y a buscar a N. encontraste que la bolsa estaba vacía. La merienda no se elegía, a excepción de los fines de semana, sin embargo mamá preguntó desde la cocina "¿qué te apetece tomar, cariño?", no recuerdas cuál fue tu respuesta, tampoco la suya cuando le preguntaste dónde estaba N. Pronunció algo así como "se ha ido con su madre ahora que ya puede volar otra vez", "estaba tan contenta de poder marcharse con sus amiguitos que se olvidó de decirte adiós". Ni siquiera replicaste, sorbiste las lágrimas que te resbalaban por la cara y caían hasta un pliegue del jersey azul del uniforme y subiste los catorce peldaños que separaban el piso de abajo de la planta de las habitaciones. El pulso de tu muñeca izquierda era tan similar al de aquel pájaro que ya no estaba -que no estaba ya en ningún sitio por más que mamá repitiera concienzudamente que se había marchado- que te asustaba. Cuando al día siguiente viste la bolsa colgada en el tendedero una indignación sorda te hizo golpear furiosamente el brazo del sofá mientras desayunabas. Sólo en otra ocasión habías visto a "alguien que se había ido a un sitio mejor": dormía, encajado en una especie de cama sin patas colocada detrás de un cristal, mientras los adultos lloraban, se abrazaban cabizbajos y compungidos e intercalaban conversaciones sobre la muerte con cosas tan cotidianas como el trabajo y tan insustanciales como los cotilleos de un pueblo que hacía mucho que no visitaban.

vi. Esperabas que el lugar de N. no se pareciera nada a aquel lugar húmedo de lágrimas y de flores, frío y repugnante. Sentías haberla engañado, aun sin saberlo, "no tienes que estar triste, la sangre es del mismo color que las fresas y jamás nadie ha muerto por comer una fresa", le habías repetido muchas veces. Ahora las palabras te picaban en la lengua con sabor a fruta pasada y a óxido reciente.






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